Ayer desperté creyendo que podía
volar. Es más, tenía la certeza. Fue uno de esos días en que despiertas y te
sientes tan ligero, agitas los brazos, agitas las piernas y las sientes
diferente; ligeros, flexibles, pero fuertes a la vez.
Aún así no le hice caso, claro,
sería estúpido creerlo de verdad. Continué mi rutina esperando que la extraña
sensación desapareciera pero llego la tarde y no fue así, al contrario, la
sensación de que podía volar era aún más fuerte. Casi sentía que de un buen
salto podría despegarme de la tierra tan alto como el más grande de los árboles
conocidos por el hombre. Ni siquiera sé cuánto mide uno de esos árboles, pero
de que podía volar alto, podía.
Salí de la oficina y caminé hacia
mi coche decidido a terminar con esta situación de una vez por todas; estaba
convencido de que podía volar. Si cualquiera me lo hubiera preguntado en ese
momento le hubiera contestado con un SI rotundo y sin más hubiera zarpado en
vuelo. Deje mi maletín junto a mi coche, apreté bien las agujetas de mis
zapatos (no quisiera perderlos en el espacio aéreo), me puse mi chamarra porque
se bien que las temperaturas en la estratosfera son muchísimo muy frías, y por
último tome un trago de agua de mi cantimplora (siempre cargo una en mi coche).
Justo a tiempo me percaté de que no
tenía la menor idea de cómo debía emprender el vuelo. Supuse que era necesario
correr para tomar algo de velocidad, los aviones lo hacen. Así que corrí a
máxima velocidad; corrí por 50 metros y pensé, no es suficiente; corrí por
otros 200 metros y pensé, espero que sea suficiente, porque no puedo más (mi
condición física no es la óptima). En el instante abrí los brazos en forma de
alerones (no me pregunten porque), y de un salto tome altitud con la cara al
viento, eleve los pies hacia atrás y los cruce (como guardando el tren de
aterrizaje); estaba volando. En mi rostro se dibujó una placentera sonrisa, por
mi cuerpo corrió la adrenalina como pólvora que se enciende, en mi pecho sentía
la libertad, las famosas mariposas; y cerré los ojos.
No sé, creo que fueron más de cinco
minutos los que permanecí en el aire, surcando el espacio, los cinco minutos
más maravillosos de mi vida. De pronto dos ligeros golpes de suave vegetación
impactaron mi cara y provocaron la curiosidad de mis ojos, por lo que levanté
los párpados para encontrarme a pocos centímetros del pasto. No alcance a
gritar cuando mi rostro se impactó estrepitosamente con el suelo, primero mi
frente y mi ojo y después mi mejilla, para rematar con el resto de mi cuerpo
mientras mis brazos aún se hallaban abiertos en todo su esplendor. Después me
arrastre por césped por más de 4 metros.
Permanecí unos segundos en el suelo
disimulando gemidos de dolor y me levanté lo más rápido que pude. Ya de pie me
quede pensando, decepcionado dije - Bah! Aterrizaje forzoso, debo aprender a
aterrizar; por lo demás, creo que ha sido un excelente vuelo.
No creo que lo vuelva a intentar,
al menos no hasta que olvide lo doloroso que es el aterrizaje. Camine hacia mi
coche esperando que nadie me hubiera visto, no quisiera que mi capacidad para
volar recién encontrada fuera descubierta.
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