viernes, 24 de diciembre de 2010

Soñando Navidad

Me despierto de prisa, de un salto, lo que ningún otro día sucede; tanta es la urgencia por estar despierto, por que sea mañana, que me fui a la cama dos horas antes de lo normal y me despierto a las primeras luces, mucho antes que suene el despertador porque ya no puedo esperar más.

Abro un ojo, y veo luz, abro el segundo y sólo confirma lo que el primero ya sabe, ¡ya es otro día! la sonrisa en mi cara es de oreja a oreja; no importa el frío, no importa el ruido, no importa la hora, no importa nada. Aviento mis cobijas, bajo de un salto de la litera, y corro; a diestra y siniestra lanzo gritos para despertar a mis hermanos: ¡ya llegó! ¡ya amaneció! Se despiertan aún amodorrados mientras yo emprendo mi carrera hasta el árbol de Navidad y justo antes de llegar a él me detengo...

Mi sonrisa se desvanece, la respiración es agitada, y mientras mi cerebro estudia la situación, mis ojos escanéan la habitación todavía con la esperanza de la sorpresa pero pronto se dan cuenta de que los juguetes ya no están, que no traigo puesta mi pijama de he-man, y que el que antes era un inmenso árbol navideño tan alto como un edificio ahora me llegaba apenas a la altura de los hombros.

Siento que mis piernas no responden y caigo de rodillas sobre aquella alfombra azul que antes solía ser un océano; apoyo los puños sobre el suelo y echando un ultimo vistazo al árbol sólo se me ocurre decir: "no me trajo nada santo clos".

Para entonces ya mi familia se encontraba a mis espaldas, todos con una extraña mirada de desconcierto observando la trágica escena, y justo cuando todos pensaban que el teatrito había terminado, con grandes ojos de asombro ven cómo en un último reclamo elevo la mirada al cielo, y con el puño en alto exclamo al aire "¡Pero si yo me porte bien todo el año!"...y vuelvo a caer. Mi familia, aún detrás de mi, se volteaban a ver entre ellos con esa expresión en la cara de: este ya se nos fué.

Al levantar de nuevo la mirada, veo a mi izquierda el jarrón de bronce que mi madre tantas veces ha pulido hasta dejar reluciente, y en el lugar donde mis ojos esperaban encontrar el reflejo de aquel niño de cabello lacio con corte de cazuela, cachetes regordetes, panza inflada y ombligo saltón, con su pijama de he-man; encontré a un tipo flaco y largo, de pelos parados y bigote incompleto, con la frente arrugada y vistiendo una pijama de franela a cuadros, de rico, como solíamos llamarle. Volteo a ver a mi madre con la angustia y la incertidumbre dibujados en mi rostro; ella da un paso al frente, se agacha colocando sus manos en las rodillas y con una voz condescendiente me dice: "rolando, tienes veintiocho años, tu ya no crees en santo clos, ya estas grande".

Mientras caía en cuenta de lo que pasaba, fuí interrumpido por alguien que llamaba a la puerta (a esas horas de la madrugada, que inconsciente), sin embargo, nadie atiendió porque estabamos paralizados ante la extraña situación. De pronto, la puerta inexplicablemente se abrió al paso del visitante: un hombre alto y obeso, de más de dos metros de altura, con anteojos, una larga barba y bigote blancos, vestido con un lanudo traje de color rojo chillante con detalles blancos y botas negras relucientes atravesó por la puerta. Sin decir una sola palabra caminó por el pasillo hasta llegar a la sala, se abrió camino entre mis papás y mis hermanos que seguían parados detrás de mí y llegó hasta donde estaba yo, aún de rodillas con la mirada al suelo murmurando todas las cosas que había hecho bien durante el año para que Santa fuera bueno conmigo. Con el dedo índice de su mano derecha tocó mi hombro; yo volteé con desdén, me encontré con sus enormes botas negras y recorrí boquiabierto y con la mirada perpleja a aquel enorme señor mientras me daba cuenta de quién era él y finalmente quedé paralizado, sin poder decir una sola palabra. Entonces dijo: "Tu has creido en mí, y por eso estoy aquí". Sin más, sacó una carta del bolsillo interno de su abrigo y me la entregó; se dió media vuelta y se fué, en silencio, tal cuál llegó y ante la mirada de todos.

Desorientado, seguro ya de que ésto no era más que un extraño sueño, abrí la carta que decía:

Querido Rolando,

Tu has creído en mí y en la mágia de la Navidad, por unos minutos has vuelto a sentir aquella alegría pura que alguna vez sentiste cuando eras niño. Te has demostrado a ti mismo que esa pureza aún existe dentro de tí y la encontraste tan pronto como olvidaste eras un adulto que ya no cree en Santo Clos. Has corrido al árbol buscando regalos, y ciego, no te diste cuenta de que tus regalos estan parados justo detrás de ti.

Disfrútalos, porque nada es para siempre.

Con cariño,
Santa

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